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El pueblo de las niñas gimnastas

A 30 kilómetros de la zona centro de Lima, entre cerros y casas de paredes sin tarrajear, dos combatientes esposos hicieron realidad un sueño quijotesco: crear un Centro Cultural donde se pudiera leer, tocar música, hacer gimnasia y soñar con un mundo mejor. Una década después, esta disciplina deportiva ha empezado a transformar vidas.

A sus 10 años, Cielo Ramos es una gimnasta retirada. Por lo menos hasta nuevo aviso. El traje platinado con escarchas lo tiene reservado para las esporádicas presentaciones que se organizan en el Centro Cultural Luis Berger en el pueblo de Santa Rosa. Como ahora, que se confunde entre un docena de niñas, casi todas peinadas con doble trenza francesa y embutidas en esas mallas ceñidas de colores intensos.

Es casi mediodía en Puente Piedra y, en este rincón de uno de los distritos más septentrionales de Lima, las niñas gimnastas esperan sentadas. Sus compañeros, niños entre siete y diez años, no van de traje, pero se agitan en sus asientos con la misma vivacidad infantil. Lis Pérez, la directora a cargo, pone orden con voz suave, pero firme. Todos saludan con una sonrisa y hacen chau con la mano. Todos se esfuerzan por ser dulces y amables. Acaba de activarse el protocolo de bienvenida que reciben los visitantes al programa Quijote para la vida de la Asociación Pueblo grande.

El salón principal, en la primera de las tres plantas del Centro Cultural, es lo suficientemente grande para albergar a un batallón de niños. Este domingo son apenas veinte, sentados en un círculo formado por sillas de kindergarden. Desde un extremo, Cielo Ramos mira con sus ojos chiquitos y rasgados como pepas de mandarina. Sus trenzas de Pippi Longstockins son cortas y se curvan cada vez que sonríe y encoge los hombros. Luce inquieta como el resto de sus compañeros, pero hace el esfuerzo por escuchar con atención a Harumi que, de pie, acaba de tomar la palabra:

—Bienvenidos a nuestro Centro Cultural. Les agradecemos que hayan hecho un viaje tan largo para conocer más de lo que hacemos con mucho esfuerzo.

Harumi es una niña de ocho años y habla con la corrección de los que buscan las palabras adecuadas. Se toma su tiempo. Ni bien acaba el breve discurso, los aplausos se encargan de espantar a sus nervios iniciales. Metros más allá, Carla, su hermana mayor, de diez, lleva un cabestrillo que le sostiene el brazo izquierdo. Unos días antes se luxó la muñeca por hacer una pirueta en patines. Por eso este sábado no podrá formar parte de la rutina junto a Cielo, Harumi y el resto de niñas.

El pueblo de Santa Rosa, en Puente Piedra, a través de los ventanales del Centro Cultural Luis Berger. SEBASTIÁN ENRIQUEZ

Cumplido el recibimiento, todas suben como tromba por las escaleras de cemento sin pulir. Una tras de otra, con pasitos cortos. En el tercer piso, el ambiente está acondicionado con colchonetas rojas y anaranjadas, un austero equipo de sonido y una barra de equilibrio con varios años de uso. Las melodías de un pop de Pink inundan la sala de gimnasia mientras la luz y los cerros con casitas de esteras y de ladrillos sin tarrajear se filtran por los cinco ventanales.  

Lis Pérez da la orden para el inicio de la rutina sobre la lona. Harumi y otra niña más pequeña empiezan con una demostración de estiramientos de piernas y flexiones de torso. Van despacio. Sin apuros. Cada tanto, cuando dudan sobre el próximo movimiento, miran a Lis Pérez y esta les devuelve una mirada con los ojos abiertos de par en par: “Ustedes ya saben qué sigue”. Cielo, sentada junto al resto de niños que observa, aguarda su turno.

Acaban de cumplirse dos años desde que Cielo Ramos tomó una de las decisiones más importantes de su vida. Con el aplomo de una mujer adulta, le puso fin a los dilemas de sus padres. Después de cinco años dedicados a la gimnasia artística, la profesionalización implicaba una mayor inversión en entrenamiento, materiales, vestimenta, viajes y traslados de extremo a extremo dentro de Lima. Los costos en la Escuela Oligym en Comas iban en aumento y la opción de una beca para niños talento en el IPD la obligaba a entrenar por las tardes, en los mismos horarios de sus clases en el colegio Fe y Alegria N° 12 del pueblo de Santa Rosa. La única salida era cambiar de barrio, cambiar de colegio, cambiar de vida. Y ni una gimnasta artística está dispuesta a hacer tantas maromas.

—Yo quiero hacer gimnasia aquí. ¿Por qué tengo que irme hasta allá si mis amigos están acá? —bastó que lo dijera para que Lis Pérez se quedara sin respuestas.

Niñas entre seis y diez años se dedican a la gimnasia artística para potenciar su rendimiento escolar. SEBASTIÁN ENRIQUEZ

Fue en ese instante que el proyecto Quijote para la vida entró en su segunda etapa. Por supuesto, ni Lis Pérez, ni Eddy Ramos, su esposo y también gestor de la Asociación Pueblo Grande, lo advirtieron. Recién unos días después todo se iría encaminando. El suegro de Lis, llegado de visita desde Estados Unidos, les dio la idea de construir un Centro Cultural sobre la cochera colindante a la biblioteca comunal Don Quijote y su Manchita en el pasaje Ayacucho. No lo dudaron y volvieron a endeudarse —como al inicio— en coherencia con sus sueños quijotescos.

—Nos quedamos ahorcados, pero logramos construir los tres pisos. Uno para la gimnasia y los otros dos para la música y la danza —dice Lis, quien, durante el tiempo que dura la presentación, trata a Cielo como una niña más, sin privilegios, ni atenciones especiales.

Sobre la barra de equilibrio, Cielo Ramos no puede ocultar que es la más talentosa y entrenada. De un brinco, como si fuera propulsada por un fuerza desconocida, se prende de la barra y se columpia hasta montarla. Camina firme con trancos de cisne sobre la superficie a un metro y veinte centímetros del suelo. Inclina su cuerpo hasta estirar por completo sus piernas mientras que su torso queda erguido. En un rápido movimiento vuelve a la posición original. Y, como en un arrebato de histrionismo, se apoya sobre las dos manos, impulsa las piernas y cae de pie, enhiesta, sin flexionar las rodillas, como si esperara la calificación de un jurado imaginario.

Los niños aplauden. Lis Pérez solo se limita a decir “muy bien”. Aunque su preocupación está en mantener el nivel de Cielo, el sueño colectivo es que no solo ella, sino que Harumi, Carla, Fiorella,  Nicole y las otras niñas que empiezan a mostrar progresos, terminen por completar su formación.

El mural con la figura del sacerdote francés Luis Berger, gestor del acceso al agua en Santa Rosa. SEBASTIÁN ENRIQUEZ

Educadora de carrera, con una especialidad en problemas del aprendizaje, Lis Pérez optó por la enseñanza de la gimnasia artística como herramienta pedagógica. Tras su paso por la escuela pública y la escuela privada, una pregunta siempre rondaba sus pensamientos: ¿Por qué, si tienen los mismos materiales, los niños de la escuela pública no aprenden como los otros?

—Ahí entendí que la escuela no lo es todo. El niño tiene que desarrollar áreas cerebrales que la escuela, con el sistema que tenemos, no lo consigue —dice.

La revelación, más que un descubrimiento, fue una inferencia lógica: la actividad física era la solución. Entre las distintas disciplinas deportivas, la natación y la gimnasia aparecían como las mejores alternativas. Y, en el campo de las danzas, la Marinera, con su versatilidad, surgía como otro complemento ideal de las sesiones en la biblioteca comunitaria.

Así, lo que en un inicio era un programa de incentivo a la lectura, con el valeroso personaje de Miguel de Cervantes Saavedra como símbolo, pasó a ser un Centro Cultural, ubicado en lo que había sido un pasaje oscuro con botellas vacías, colillas de cigarros, bribones y carteristas. Los cambios no solo se empezaron a notar en los exteriores del barrio, con pasacalles y murales coloridos, sino también al interior de las casas. Las mañanas, entregadas al ocio de la televisión y al sueño prolongado, se convirtieron en la oportunidad de incentivar a los niños.

—El problema era el tiempo libre. Como las clases de primaria son en la tarde, muchos no tenían más diversión que quedarse en la casa —explica Lis Pérez.

Al margen de lo avanzado, la directora de Quijote para la vida reconoce que están en la búsqueda de un profesor de gimnasia. “Sería ideal para que trabaje con todas”, dice.

Por lo pronto, Cielo Ramos, a sus diez años, se encarga de guiar a sus amigas y compañeras. Como ahora que se balancea junto a Nicole. Ambas cumplen una rutina de suelo con aspas de molino. Cielo, a una mano; Nicole, algo más temerosa, a dos. Por un instante logran quedarse suspendidas y luego dan la vuelta hacia atrás hasta quedar en la posición de un arácnido de carne y hueso. Nicole la sigue al pie de la letra. Aguarda su próxima indicación. De algún modo, es su maestra.

La música no deja de sonar y las niñas gimnastas, cada una de ellas en su posición, consiguen armonía en sus movimientos. Afuera, el sol quema sobre la asimétricas casitas de los cerros.

El fin de cada ensayo, de cada intento, indefectiblemente acaba con la misma frase en boca de la ejecutora: “Soy grande. Lo logré”. Lo dice Fiorella. Lo repite Nicole. Lo dice también Harumi. Y alguna vez, hace 52 años, lo pensaron los pioneros del pueblo Santa Rosa con Luis Berger como su líder espiritual. Poco tiempo después de la fundación, el sacerdote francés asumió la lucha más esencial de todas las luchas, la que unifica a un pueblo, la que lo rebela contra cualquier tirano: la lucha del agua.

El 27 de febrero del 2016 se inauguró el Centro Cultural de la Asociación Quijote para la vida. SEBASTIÁN ENRIQUEZ

En un paisaje que no se asemeja en nada al de hoy, el pueblo de Santa Rosa era una zona eriaza, de arenales de tierra dura, casuchas de esteras y caminos polvorientos. Los primeros habitantes tuvieron que hacerle frente a la negativa de acceso al agua por parte del terrateniente del lugar, dueño de la mayor parte de los terrenos colindantes. El papel de Luis Berger fue decisivo. Bajo su amparo, el pueblo hizo hasta lo imposible por encontrar un canal de suministro. Cuenta la leyenda —que ahora se narra con ribetes de fantasía en Santa Rosa— que, armados de un anillo y un péndulo, intentaron por varios días encontrar esa fuente salvadora. Si el anillo lograba moverse en forma circular, no había más que empezar a cavar y rezar. Rezar mucho. Y así ocurrió. Dicen algunos, un 30 de agosto. El mismo día de Santa Rosa. Como un milagro, el agua fluyó potente y sagrada a través de una bomba y luego dio paso a la escuela, a casitas de material noble, a negocios, a calles asfaltadas, a pistas, a un pequeño bulevar y, cincuenta años más tarde, a un centro cultural llamado Luis Berger.

Como para hacer esa historia más inolvidable y fantástica, aquel sacerdote se enamoró de la monjita que lo ayudaba en sus labores diarias y concibieron a una niña a la que bautizaron con el único nombre posible: Rosa. Por supuesto, fue un escándalo. No les quedó más remedio que dejar el Perú al poco tiempo. Desde entonces tan solo han regresado tres veces, la última con Rosa, quien siempre había querido conocer ese pueblo del que tanto les habló su padre y su madre.

—¿Quién es el hombre que lleva la cruz y un balde en la otra mano? —suelen preguntar los visitantes más observadores que llegan hasta el Centro Cultural y se quedan absortos ante el enorme mural que narra, sobre la fachada de edificio de tres pisos, el origen de Santa Rosa.

—Este pueblo tiene una historia muy bonita. De mucha lucha y de mucho trabajo comunal —dice Lis Pérez mientras atraviesa un pequeño pasaje que tiene pintado un graffiti con el lema: “Un mundo mejor es posible”.

La demostración de gimnasia acaba de terminar hace unos minutos y la hora de almuerzo apremia. Unos pasos más atrás de Lis, una mujer maciza de cabellos negros y de mirada apacible, Cielo, Carla y Harumi van en tropel, dejando una estela de aullidos y risas.

El pueblo de Santa Rosa se fundó el 5 de diciembre de 1965, pero celebra su aniversario cada 30 de agosto. SEBASTIÁN ENRIQUEZ

Cielo y Harumi no se han quitado sus trajes de niñas gimnastas. Los llevan orgullosas por debajo de sus vestidos. No olvidan que fueron un regalo de Carla Corminboeuf, una gimnasta suizo-peruana, medalla de plata en Suiza, que llegó de visita en 2015 y diseminó el amor por la gimnasia por todo el pueblo. Lis Pérez las observa. Todas avanzan por una calle de jardines incipientes.

Una de sus mayores satisfacciones es haber conseguido que el sueño de Cielo haya sido posible: seguir aprendiendo la gimnasia junto a sus amigas y amigos. Y que, por añadidura, esto haya permitido que los niños crezcan en seguridad y autoestima. Que si se trazan una meta, estén convencidos de que podrán alcanzarla. Después de tiempo, los índices de timidez y repitencia han descendido notoriamente, dice Lis Pérez con un gesto de complicidad.

—Han habido cambios. Se han disciplinado, se levantan temprano, hacen sus tareas —dice y se toma unos segundos: Es un logro —y respira hondo como si recordara el costo.

Minutos más tarde la madre de Carla y Harumi repetirá lo mismo pero con diferentes palabras. “Les ha servido de mucho. Realmente”. Porque Harumi era una niña aislada que no leía bien y ahora pasa cada mañana en la biblioteca del barrio Quijote entre amigos y libros. La gimnasia y la música hicieron su parte. El resto del crédito se lo llevan Lis Pérez y Eddy Ramos.

—La gimnasia me ha permitido estar concentrada —dice Harumi y su rostro redondo se ilumina.

Desde que ella y su hermana Carla conocieron a Cielo en el colegio Fe y Alegría N° 12, todo lo que les ha tocado vivir ha sido aleccionador. Aprendieron sus primeros movimientos en el suelo. Luego en la barra. Completaron las rutinas. Perdieron el miedo a las caídas. Se emocionaron cuando Cielo logró participar en un torneo internacional en Costa Rica. Y la acompañaron en silencio luego de que no tuvo más remedio que abandonar su carrera a nivel competitivo.

Cielo, Carla y Harumi han crecido en Santa Rosa. Las tres estudian en el colegio Fe y Alegría N° 12. SEBASTIÁN ENRIQUEZ

—Pero ella sí sigue haciendo gimnasia. Ahora nos enseña a nosotras —dice Harumi.

—Nos ha enseñado a ser más valientes. Quiero ser igual que Cielo, pero ahora no puedo por mi brazo —dice Carla y se mira el cabestrillo.

Las dos están de pie en la entrada de su casa. Cielo se entretiene con Giordana, una perra con el pelaje crespo y sucio. No se da por aludida. Actúa como una gimnasta experimentada.

—Entre todas estamos mejorando. Siento que he aprendido mucho y ayudo a otras niñas.

El sol aún golpea fuerte sobre el pueblo de Santa Rosa. Antes de entrar a almorzar, Carla recuerda la vez que Cielo la ayudó en su primer entrenamiento. Temblaba con discreción. Apenas tenía siete años y entonces sintió que su amiga la tomó de la mano y le dijo: “Confía en ti”.

Y ella confió.

Texto: Kike La Hoz

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